sábado, 26 de marzo de 2016

No deberías estar despierto a las 3:11 (Reto número 3)



Estoy de pie en la cocina. No recuerdo a qué he venido, pero es de noche y estoy a oscuras. Miro a mí alrededor, por la ventana de donde entra la luz de la calle. ¿Qué hago aquí? Oigo un ruido fugaz entre las cortinas. Veo su sombra en el suelo, sobre la luz anaranjada de las farolas de la calle. Me acerco a ellas lentamente. Mis pies descalzos notan la fría y dura superficie del suelo alicatado con baldosas pulidas. No sé por qué, pero no enciendo la luz en ese momento. La sensación de que hay alguien conmigo en la habitación me recorre todo el cuerpo. Nadie más vive en mi apartamento, un cuarto piso en una calle poco concurrida. ¿Quién iba a entrar a mi casa a las tres de la madrugada? La sensación persiste. Esa molesta sensación que invade mi ser me persigue y a cada paso que doy va en aumento.



Meto la mano en el bolsillo y saco el móvil. Lo enciendo para ver la hora que es y para iluminar la sala con la foto de mis sobrinos que tengo de fondo de pantalla; las 3:11 de la mañana. ¡Qué tarde! Debería estar en la cama, pero tengo la sensación que alguien me está observando. Hay alguien aquí dentro y no sé dónde pero sé que lo está. El miedo es algo normal, ¿verdad? Es algo natural que todos llevamos dentro. Siempre he oído que el miedo es algo bueno, que te mantiene vivo y alerta. Si no tuviéramos miedo seguro que todos estaríamos muertos. Enciendo la linterna del móvil y el flash se enciende de golpe, inundando la habitación con una luz clara y blanca, deslumbrante. Las sombras, largas y negras, se proyectan sobre las paredes y el suelo, contrastando con la blancura de la linterna.


Sigo teniendo la sensación de que hay alguien aquí. Joder, hay alguien, ¿pero dónde coño está? Los nervios me aprietan y los músculos se me tensan. Siento como el corazón se me acelera y como el sudor empieza a empapar las axilas de mi camiseta. Vuelvo unos pasos atrás hacia la cocina. Busco sin mirar en un cajón y saco un cuchillo de sierra se él. Lo rodeo con mis dedos y lo sujeto con fuerza, los nudillos empalidecen rápidamente. Mi respiración es cada vez más ruidosa y está más acelerada. 


Todo queda oscuro por un segundo y la luz vuelve a aparecer de nuevo. Se me resbala el teléfono y la linterna ilumina toda la sala.  Me agacho lentamente, temblando, para coger el móvil otra vez. La presencia está detrás de mí, seguro. Un golpe en la cabeza me deja sin sentido y cuando caigo al suelo veo unos pies que están delante de mí. El corazón me va a estallar. Toda la vida delante de mis ojos. ¿Voy a morir?


Lentamente abro los ojos. Parpadeo perezosamente y de manera dolorosa. La cabeza está a punto de explotarme y me da vueltas, muchas vueltas. Hay una luz encendida. Me está cegando los ojos y no puedo ver nada, así que me cubro los ojos con la mano. Sigo teniendo el cuchillo. Creo vislumbrar una sombra al otro lado de la mesa, parece alguien de pequeña estatura, no lo sé con certeza. Siento la boca seca, pastosa. No, ¡no está seca! ¡Hay algo dentro! ¿Un polvorón? ¿¡En marzo!? Me acerco la mano izquierda a los labios para comprobar que es un polvorón y me pincho la boca, tengo un tenedor. La vista se me aclara y llevo colgando un babero del cuello ¿qué mierda es esto?


—¿Quién es?—consigo pronunciar, disparando cachos polvorientos de polvorón, valga la redundancia.

—¡No se habla con la boca llena!


Esa voz me es familiar. Es una voz femenina, algo cansada. Sé quién es, pero la luz de la lámpara del comedor no me deja verla con claridad. Entorno los ojos para ver mejor.


—¿¡Abuela!?

—¿Cómo que abuela? ¿Cuánto tiempo llevas comiendo de esas pipsas y de esos donus? Eso no es comida de verdad, porquería, basura. Anda, comete las patatitas que te he hecho y la carne rebozada, que está muy rica. Y luego tienes más, eh: un poquito de pescado, que ya sé que no te gusta pero es bueno y le he quitado todas las espinitas. También te he hecho un pastel de manzana y otro de queso. ¡Come, come! Que estás en los huesos. Y hasta que no te lo hayas comido todo no te levantas de la mesa. Ahora me voy al comedor, a hacer un poco de punto y a ver la reposición del Saber y ganar, que lleva unos días muy emocionante.


Me va a estallar la cabeza. ¿Cómo coño ha entrado la abuela a estas horas? Además, las únicas llaves de mi piso las tenemos yo, mi madre, mi hermana y el portero. Me rasco la cabeza, intentando adivinar de dónde las habrá sacado. ¡Que tiene ochentaiséis años, por Dios! Me levanto de la mesa, soy una persona adulta y puedo hacer lo que yo quiera.


—¡Que te sientes y comas, te he dicho!

—Sí, abuela.




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