Miro por la ventana y veo que lo que antes era una fina llovizna, se acababa de convertir en un temporal, una nevada. Tenía mi bloc de notas y mi pluma al lado de mi taza de café. Siempre me han llamado tradicional, no lo negaré. Me doy cuenta de que no llevo paraguas. Pero por alguna razón no me preocupa. Estoy esperando a alguien; alguien que me contará su historia para que yo la plasme con palabras. No le he visto aún, así que espero que no sea de los que está sentado alrededor. Cuando leí su caso en el periódico, me fascinó. Por desgracia, el artículo no llevaba ninguna clase de foto; aunque eso no fue ningún problema, ya que hoy en día, en Internet se puede encontrar de todo.
Se llama Claudia, y como
decía el artículo, es una estudiante universitaria de historia del arte. Tuvo
un accidente de tráfico hace unos cuatro meses, y estuvo varias horas perdida
en el bosque. Eso es lo que ella contó al periódico, o al menos, lo que ellos
publicaron. La mayoría no le dio importancia apenas, parecía que ni siquiera la
redacción se la dio. Una columna de una página de la entrega de un sábado.
Sábado 13 de Octubre, me acuerdo bien.
Cuando me decidí en
contactar con ella, le escribí un correo. Siempre me han dicho que tengo el don
de la palabra, y por eso me dedico a lo que me dedico, ¿no? ¿No habéis leído
nada mío? Bueno, da lo mismo. Aunque había visto una o dos fotos suyas de hacía
algunos años, le pedía que llevara alguna prenda de color rojo, sería más fácil
de reconocer.
Acerco los dedos a la taza y
cojo la bolsita de azúcar. La sacudo durante unos instantes y después de rasgar
uno de los extremos, lo vierto dentro de la taza. Cojo otro y hago lo mismo.
Empiezo a remover con la cuchara mientras miro por la ventana y me rasco la
barba de tres días que aparece cada dos. Empiezo a escudriñar con la mirada a
la gente que pasa por la calle. Algunos van con un paraguas, caminando
tranquilamente. Otros que van sin, prefieren correr y taparse la cabeza con la
chaqueta. No me parece ver a ninguna chica con una prenda roja que se dirija
hacia el café. Pero me fijo en un paraguas azul. Una mujer con un abrigo largo
de color beige atraviesa la calle. ¿Será ella? No, pasa de largo. Miro mi reloj.
Quedamos a las seis y media. Ahora son las siete menos cuarto. Si hay algo que
no soporto es la impuntualidad, y ya he hecho añicos una de las bolsitas de
azúcar, así que no sé hasta cuanto aguantará mi paciencia.
Cinco minutos más he tenido
que esperar hasta que le he visto, repiqueteando la mesa con el bolígrafo, como
suelo hacer cuando estoy impaciente o nervioso. Se me acerca y tímidamente me
dice:
—Hola, ¿eres Ian, verdad? Soy
Claudia.
Me siento más tranquilo,
pero me tomo unos segundos para responder, ya que intento tragarme el enfado.
Le hago ademán con la mano para que se siente, y ella lo hace. Intento que mi
tono parezca suave y tranquilo cuando le digo: “¿Quieres tomar algo?”. Esa
responde asintiendo, y al cabo de unos segundos me hago el tonto para excusarme
de no haberme presentado y lo hago. Le tiendo la mano, aunque ella se levanta
para darme dos besos. Se sienta de nuevo, algo incómoda y me da la mano. Pide
perdón por hacerme esperar y yo le miento diciendo que solo hacía cinco minutos
que había llegado.
—Bueno, ahora que te tengo
aquí, ya puedo hacerte la pregunta.
—Ya me imagino cual será,
pero voy a preguntar: ¿Cuál es esa pregunta?
—¿Qué sucedió aquella noche,
Claudia?—se toma unos segundos hasta que llega el camarero y le pide un cappuccino.
—Esto es un poco difícil
para mí, ¿sabes? Solo se lo conté a la prensa, y no fue la verdad del
todo—pongo mi mejor cara de comprensión y garabateo algo en la primera página
en blanco que encuentro, mis notas son un desastre. Ella traga saliva y se pone
un mechón de su rizado cabello detrás de una pequeña oreja—. ¿Por dónde quieres
que empiece?
—Desde el principio. El que
tu creas oportuno—le digo anticipándome a su pregunta. Sonrío. Me odio a mí
mismo cuando recurro a esta mierda para que la gente no se sienta tan incómoda.
—Pues… creo que sería apropiado decir que iba en coche, como
le dije a la prensa. Volvía de una fiesta—desvía su mirada, como si estuviera
avergonzada—. No negaré que había bebido un poco, solo un poco, lo juro. Mis
demás amigas se fueron en otro coche, iban mucho más pedo… perdón; bebidas que
yo. Así que me subí al coche y empecé el camino de vuelta a mi piso cerca de la
universidad. Había como media hora de viaje.
Tomé un atajo que me habían enseñado al ir; era una carretera
con algunas curvas y muchos árboles a los lados—llegó el camarero con su café—.
Gracias. Como iba diciendo, había muchos árboles. Lo que iluminaba la luz de
los faros del coche y los refractarios del arcén era lo único que veía mientras
conducía. Intentaba estar concentrada. Iba sin música.
Lo que pasó después, casi no lo vi. Cuando tenía justo encima
me di cuenta. Una figura alta y delgada se me puso delante. Recuerdo que era
pálida, pero quizás fue debido a los faros. Di un volantazo y choqué contra el
pivote de la izquierda. Quedé totalmente atravesada. Quizás no fue el
volantazo, quizás fue el hielo que se había formado en el asfalto.
En cuanto sentí el choque, salí proyectada hacia delante,
pero me detuvo el cinturón y me gané un buen dolor de cuello. Salí del coche
como pude. Lo miré por unos segundos. El morro estaba algo hecho trizas, o eso
me pareció en ese momento. No sé cómo, pero volví a ver al gigante delgado, así
que hui, me adentré en el bosque para intentar despistarle. A cada zancada que
daba, oía un paso pesado y cercano, aunque cada vez era más distante—su mirada
está ausente y perdida, le da un sorbo al cappuccino—. Me detuve al lado de un
árbol sobre el que me apoyé para recobrar el aliento. No oía nada, pero de
repente, recuerdo que dos grandes ojos rojos me miraban desde las alturas. Eran
tan reales como esta taza, lo juro. El… el miedo podía conmigo, y el alcohol me
desorientaba. Volví a correr y a perderme aún más entre los árboles.
Estaba segura que ese
retumbar que oía eran unos pasos. Segurísima. No me atrevía a darme la vuelta
de nuevo, solo podía correr. Llegó un momento en el que me resbalé y le torcí
el tobillo. Estaba totalmente aterrada. Oía los pasos, sentía retumbar el
suelo. Chillé con todas mis fuerzas y me arrastre ayudándome con las manos y
los codos. Creo que perdí el conocimiento, ya que lo siguiente que recuerdo,
fue estar empapada y repleta de escarcha, con médicos atendiéndome; todos ellos
a mi alrededor—parece que no quiere seguir. Garabateo las últimas notas de en
mi libreta y la cierro para guardarla en el bolsillo de mi chaqueta.
—Mu…muchas gracias, Claudia.
No dudaré en volver a llamarte si necesito algo más—cojo mi abrigo, me lo pongo
y pago antes de irme. No sé por qué, pero mientras Claudia hablaba he visto dos
ojos rojos en la oscuridad de la calle, entre las farolas.
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