En esto que
estando ya en aquel campo, descubrieron cuarenta o cincuenta montones de paja,
ya atados después de la cosecha. Y cuando el buen don Quijote los vio, le dijo
a su escudero:
—La ventura va
guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear, porque ves allí,
amigo Sancho Panza, donde nos aguardan cuarenta o Dios sabe cuántos, muertos en
vida, con quien pienso hacer batalla y devolverles a las tumbas que jamás
debieron abandonar, que esto es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar
tan mala simiente de la faz de la
tierra.
—¿Qué muertos en
vida?—dijo Sancho Panza.
—Aquellos que
allí están—respondió el amo—de las pieles amarillentas, buen Sancho.
—Mire vuestra
merced—respondió el escudero—que aquellos que allí se aparecen no son muertos
en vida sino pilas de paja, lo que la amarilla piel lo es también.
—Pues
parece—respondió el buen don Quijote—que no estás cursado en esto de las
aventuras. Esos de ahí son muertos en vida, si te inspiran miedo, aparta y
déjame a mí. Ponte en un espacio seguro y ponte en oración, pues me voy a
enfrentar con ellos en batalla.
Y tras esas
palabras, le dio con las espuelas al caballo Rocinante, sin escuchar lo que el
buen escudero Sancho le advertía. Que esos no eran muertos en vida, sino
montones de paja. Pero don Quijote estaba encasillado en sus palabras, y no oía
al escudero que tenía a tan corta distancia. Y así fue don Quijote a plantar
cara a los muertos en vida, cabalgando a Rocinante, profiriendo espantosas
injurias hacia las pilas de paja.
–Non fuyades,
cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Pereced
bajo las poderosas pezuñas del trotón.
Y acercóse tanto
el caballero don Quijote a los cúmulos de forraje, que el caballo saltó sobre
uno de ellos para no tropezar de bruces con él. El buen caballero, blandiendo
su lanza en el aire intentó atinarle con una feroz estocada; mas nada más lejos
de la realidad. El desequilibrio le invadió el ser, lanzándole al suelo, sobre
la brizna. Revolvióse pues don Quijote en el sitio, creyendo que la paja era en
efecto un muerto en vida que le agarraba con fuerza los miembros. Los gritos
eran ensordecedores y terribles.
—¡Huye mi buen
Sancho! No esperes que la vida me conceda una segunda oportunidad para remediar
los actos de maldad que he podido acometer, pero mis intenciones eran de santo
al querer librar a la tierra de estos seres del averno. ¡Ah, vil demonio! ¡Con
mi espada te atravieso y al infierno para siempre te condeno!—dijo
desenvainando la espada y golpeando la paja con ella, haciendo saltar polvo y
pequeños pedazos.
Con una presteza
que pocas veces se ha visto en un hombre, don Quijote echó a la carrera con la
lanza en una mano y la espada en la otra, gritando a su caballo y a su
escudero. Se acercó a una mata y se lanzó detrás de ella por tal de cubrirse y guardar
su vida del mal que le acechaba.
Se encontró allí,
tumbado en el suelo a Sancho, con el sombrero cubríase los ojos y una rama de
romero entre los labios, echando una siesta.
—¡Es que has perdido
el juicio, Sancho Panza! ¿A quién se le ocurre tan solo cerrar los ojos cuando
se está rodeado de engendros del demonio que desean arrancar las entrañas al
primero incauto con el que se tropiecen?—se asomó prestamente por encima de la
mata y se encogió de nuevo, rápidamente—. ¡Pardiez! Son veloces los condenados.
Huyamos ahora que podemos. Un caballero sabe cuándo debe luchar y cuando es
mejor retirarse.
Enfundó su espada
y se fue al encuentro de Rocinante mientras Sancho se incorporaba
tranquilamente para cabalgar a su montura. En cuanto don Quijote se hubo
sentado a horcajadas sobre los lomos del rocín, huyó como alma que lleva el
diablo del lugar; mirando atrás de vez en cuando para cerciorarse de que su
escudero no había sido presa de los muertos en vida.
—¡No
zom-bienvenidos en estas tierras!—profirió torpemente y con la lengua trabada,
quizás a causa del miedo o de la excitación.
He tardado mucho en subir el segundo reto, pero es que hasta ahora no me había apetecido escribirlo.
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